Hace seis años, la periodista Patria Reyes Rodríguez retrataba la satisfacción de los dominicanos al recibir un servicio eléctrico constante y confiable, a través del “Programa de circuitos 24 horas”. En su reportaje, recogía el testimonio de Mercedes Castillo, una estilista del barrio Libertador en Herrera, quien afirmaba que su vida y su negocio mejoraron drásticamente al poder contar con electricidad las 24 horas. Este acceso al servicio eléctrico continuo permitió a muchos emprendedores, como Mercedes, operar sin el temor de perder ingresos por falta de energía.
El testimonio de Mercedes no solo refleja el beneficio personal de un servicio continuo, sino también el impacto en la seguridad y la vida comunitaria. La instalación de lámparas en las calles y la reducción de apagones no solo mejoraron la calidad de vida, sino que también desalentaron el crimen. Era un reflejo de progreso, donde la inversión en infraestructura eléctrica trajo consigo un sentido de estabilidad, progreso económico y bienestar social.
Sin embargo, en los últimos años, la República Dominicana ha experimentado un retroceso en este ámbito, y el sueño de los circuitos de 24 horas parece haberse desvanecido. Los apagones han vuelto a ser un problema frecuente, afectando gravemente tanto a la población como a los pequeños negocios que dependen de un suministro eléctrico estable para su funcionamiento. Sectores enteros que una vez gozaban de energía permanente, ahora deben lidiar nuevamente con interrupciones impredecibles y prolongadas.
El caso de Duvergé es solo un ejemplo de cómo la frustración ante los apagones ha llevado a protestas en las calles. La quema de neumáticos y otras manifestaciones son un reflejo del descontento social que ha crecido en la medida que la gente siente que los logros del pasado se están esfumando. Para muchos, la pérdida de los circuitos de 24 horas no solo representa una inconveniencia, sino un paso atrás en el desarrollo del país.
Los pequeños emprendedores, especialmente aquellos que dependen de la electricidad para mantener sus productos o servicios, son algunos de los más afectados. Vendedores de hielo y propietarios de embutidos han visto cómo sus negocios se han paralizado debido a la falta de energía. En un país tropical como la República Dominicana, la cadena de frío es vital para la conservación de alimentos, y su interrupción tiene un impacto devastador no solo en los negocios, sino también en la seguridad alimentaria.
Este retroceso energético también tiene implicaciones en la seguridad ciudadana. La desaparición de los circuitos de 24 horas ha reavivado el miedo de los ciudadanos a los apagones nocturnos, que en muchas comunidades se asocian con el aumento de la delincuencia. La falta de alumbrado público y la interrupción del servicio eléctrico son factores que facilitan la comisión de delitos, haciendo que las personas sientan inseguridad en sus propios barrios.
El impacto no se limita a la seguridad y los negocios. La agropecuaria, un sector clave en la economía dominicana, también se ha visto afectada. Las interrupciones del servicio eléctrico impiden el correcto funcionamiento de los sistemas de riego y conservación de productos agrícolas, lo que pone en riesgo la producción y el abastecimiento de alimentos en el país.
La República Dominicana se encuentra en una encrucijada en cuanto a su infraestructura energética. Los avances logrados hace apenas unos años parecen haberse desvanecido, dejando a millones de personas en una situación de incertidumbre. Es fundamental que el gobierno y las distribuidoras de energía aborden esta crisis con urgencia, para restaurar el suministro eléctrico y devolver a los ciudadanos la confianza en su sistema energético.
Este retroceso no es solo un problema técnico o de infraestructura, es un problema que afecta la vida cotidiana de los dominicanos, su seguridad, su economía y su bienestar. Si no se toman medidas prontas y efectivas, el país corre el riesgo de perder no solo los beneficios tangibles del programa de circuitos 24 horas, sino también la confianza de su gente en la capacidad del Estado para gestionar los servicios más básicos.